El señor de las duchas
- The Naked Project
- 27 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Estaba sentado frente a los lockers, sobre su cuerpo solo tenía una toalla que le cubría poco y dejaba ver sus largos testículos cayendo en la banca, y en sus manos empuñaba otra toalla para secar todas las gotas de agua de su cuerpo y sacar los pensamientos perversos que había tenido durante su ducha. Fue en ese preciso momento que José Rafael Jiménez supo que sus años de adoración al deporte acuático no eran más que una excusa para contemplar cuerpos desnudos en los vestidores del club.
A pesar de su edad madura, nunca estableció una pareja duradera. Se reconocía como un hombre soltero y difícil de llevar, era dedicado a las pocas cosas que le generaban interés, principalmente: su trabajo, nadar en la piscina e ir a misa todos los domingos. Tal vez su devoción religiosa era la que le reprimía de disfrutar los cuerpos vigorosos y húmedos cada tarde en sus sesiones de natación.

José Rafael era un ser solitario, pero al mismo tiempo con un cierto poder de atracción, hombres y mujeres no eran indiferentes ante su bien cuidado cuerpo, su peinado perfecto y sus manos pulcras. Cuando alguien se le acercaba, se ponía muy nervioso, actuaba torpe y prefería pasar por antipático antes que demostrar su verdadero interés. En el trabajo esta actitud hacía que algunos ni conocieran su nombre, en la iglesia algunos pensaban que era viudo, por su soledad y su fiel cumplimiento cada domingo, y el club, le conocían como el señor de las duchas, pues era el lugar donde más pasaba tiempo.
Largas duchas, antes y después de cada entrenamiento, eran parte del ritual de lunes a sábado que tenía José Rafael, caminar como Dios le trajo al mundo por los corredores de los vestidores era su actividad más liberadora. Lo hacía sin culpa y sin malestar, lo hacía frente a otros que también dejaban balancear sus masculinidades a la vista de todos, sin prejuicios y sin dogmas. Aprovechaba el sauna para aflojar sus músculos y distender todas sus partes, para ver de reojo aquellos cuerpos que también lucían su traje de Adán cada día. Disfrutaba su desnudez y la desnudez ajena, pero cuando alguno de esos cuerpos le llamaba la atención más de lo habitual, José Rafael corría a las duchas, y se flagelaba con un torrente de agua fría que pudiese calmar el pecado que le seducía, esa estrategia hacia que las duchas frías fuesen más frecuentes de lo normal, y al mismo tiempo que su piel siempre luciera lozana y un tanto firme.

El día que José Rafael, sentado en los vestidores con sus largos testículos apoyados sobre la banca, supo que su adoración por su ritual no era otra cosa que su deseo más carnal y menos divino, rogó al Señor que le diera una señal, una luz, un camino por cual transitar sin tanta pena. Cerró los ojos con clemencia y en un acto de reconocimiento, se admitió a sí mismo como un pecador que necesita ser salvado. En medio de su oración, el nuevo compañero de equipo, se acercó por detrás, le rozó la espalda con su miembro, generando electricidad en cada conexión nerviosa de José Rafael. Al voltear, quedó maravillado del delgado cuerpo del joven de barba, quien sonrió para estrechar su mano y presentarse, se llamaba Jesús y quería que José Rafael le acompañara a las duchas.
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